Los tres "mosquiteros"



Por:  Miriam Rizcalla de Cornejo


Cae la tarde.  Aún no obscurece del todo en Soná.  Los viejos buscan el fosforito para encender la mechita dos tigres a medio usar, que yace en la esquina de alguna mesa, en algún rincón.  La colocan encima de una botella vieja o sobre la base de metal que traen y la encienden.  Los niños divertidos la contemplan viendo cómo aquella espiral verde poco a poco se consume, y el humo que se esparce y que se pierde en el ambiente, pero a los que no les resulta nada encantador es a la banda sonora de mosquitos que dicen presente al caer la noche.  Sin ser invitados se acomodan en cada casa y no hay forma de sacarlos, los únicos auxiliares a la mano para protegerse y estar a salvo de aquella salvaje intromisión, son las mechitas y, en mi casa,... ¡los tres mosquiteros!



Sí, los tres mosquiteros de mis recuerdos, como seguro lo serán de muchos sonaeños.

Casi todas las casas de Soná, especialmente las de madera, tenían sus mosquiteros.  Ricos y pobres tenían el suyo, valioso aliado para mantenerse a salvo del ataque y persecusión de los indeseables mosquitos, esos bichitos que se creen ruiseñores -cuyo cantar sí es un deleite para el espíritu- pero a diferencia de ellos, los mosquitos son un verdadero tormento, llegan y se instalan en nuestros oídos y no paran de cantar su incansable iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, un chillido que altera al más inalterable de los mortales.  Y ni hablar de las picadas, todos, especialmente los pequeños, convertidos en manjares para estos insectos, que atacan sin piedad toda la noche interrumpiendo el sueño de cualquiera.  Al día siguiente los roletones rojos por toda la cara, brazos y el cuerpo son más que visibles.  De allí que las familias optaran por tener un mosquitero para cada cama.

Era común ver en un cuarto dos y tres camas con sus respectivos mosquiteros.  Al caer la noche se extendían metiéndose por debajo del colchón para asegurarlos bien y que no entrara ningún mosquito.  De día se levantaban y quedaban como un dosel sobre la cama, pero de decorativos poco se puede decir, eran los receptores de una que otra pieza de vestir que invariablemente paraban allí.  En las noches, si la luz del techo molestaba, tan sencillo como ponerle encima alguna sabanilla o toalla liviana y listo.

Cuando se es niño, dormir bajo esos mosquiteros produce una sensación única.  Hay algo de aventura, de seguridad y de terror...en medio de la penumbra cada cosa adquiere formas gigantescas y en la imaginación de un niño aparecen los fantasmas, un escenario agravado por el sonido de la lluvia, de las ranas y de innumerables animalitos que repentinamente rompen el silencio de la noche y, por supuesto, ¡los mosquitos!

Era frecuente encontrarlos en las tiendas y almacenes del pueblo. Paulatinamente fueron desapareciendo, pero en mis memorias aún conservo el recuerdo de aquella época, cuando al caer la noche nos esperaban muy bien acomodados, listos para dormir...los tres "mosquiteros"...