El señor del chumico


Por:  Miriam Rizcalla de Cornejo

Quizá alguien recuerde su nombre, quizá no, acaso nadie lo supo nunca...pero en Soná, todos le conocían como el señor del chumico.  

Era alto, delgado, de aspecto enjuto, su piel tostada por el sol mostraba aquellos surcos propios de la edad.  Probablemente no era tan viejo como parecía, pero la rudeza de la vida a la cual estuvo sometido le hacía parecerlo.  

Cada semana venía desde lejos con su muca al hombro consistente en un saco viejo, raído, desgastado y envejecido por el tiempo, casi en armonía con su dueño.  Allí llevaba sus productos para vender:  limones, culantro y su clásico chumico.  

El chumico son unas hojas grandes, verdes y resistentes, cuya textura asemeja una lija, crece de manera silvestre en los campos, no requiere de cuidados especiales y está al alcance de cualquiera.  Para él lo estuvo.  Así, iba de casa en casa ofreciendo su mercancía.  Las personas le compraban un manojo de chumico por un real o diez centavos, con aquellas hojas se fregaban los platos.  Algunos le compraban más con la intención de ayudarlo que por necesitarlo.  

Lo encomiable en él era que en medio de su penuria jamás pedía  limosnas, aunque fuese con aquellos sencillos frutos de la tierra él conseguía lo necesario para su sustento, si alguien le daba algo era por voluntad propia, llevado por un sentimiento de generosidad  no por que él lo pidiera.  

Solía pasar por las tiendas del pueblo y cuando el calor o la lluvia arreciaba se guarecía bajo sus techos, en los portales.  Le gustaba mucho la malta Vigor y pan de dulces.  En ocasiones, alguna mano se extendía hacia él con un plato de comida caliente.  Lo disfrutaba con placer. Al caer la tarde, si las fuerzas le faltaban como para regresar hasta su casa, se quedaba a dormir a la intemperie.  Formaba una cama de cartones o incluso nada y en algún rincón se acomodaba.  Alguien le daría alguna manta para protegerlo de las noches frías de Soná.     

Estaba enfermo.  Tosía mucho.  Decían que tenía tuberculosis y era mejor no acercarse a él.  Era un buen conversador, siempre tenía algo para contar.

Abatido por el paso del tiempo, agobiado por llevar a cuestas una sobrecarga de pobreza, asomaba en su rostro, surcado por el paso inexorable de los años, un halo de tristeza y de abandono, uno más entre los muchos olvidados, ignorados, dejados a su suerte...

Solo, en su soledad, deambulaba por la vida, recorría descalzo las sofocantes calles de Soná.  Así transcurría su vida, día a día, sin más compañía que la de él mismo y sus amigos inseparables:  miseria, carencia, olvido, soledad...

Un día no se le vio más.  Nunca más.  Se marchó, quién sabe a dónde... en algún rincón durmióse para siempre, quizá junto a su muca llena de chumico esperando ser vaciada en sus habituales visitas a Soná, pero esto no fue posible, porque a Soná, jamás volvió el señor del chumico...