Por: Miriam Rizcalla de Cornejo
Cómo olvidar aquellos tiempos de la infancia, cuando al salir de la Escuela Miguel Alba se desataba uno de estos aguaceros torrenciales. Todos los niños, felices -sin medir el riesgo de lo que hacían- se quitaban los zapatos y se iban charqueando fascinados por todas las orillas, que repentinamente parecían convertirse en pequeños riachuelos, algunas veces creando una corriente rápida, que invitaba a navegar con la imaginación en los diminutos barcos de papel lanzados a su suerte.
Risas, alegría, felicidad sin límites y tanto más se apoderaba de los niños, que hacían caso omiso a los gritos de angustia de sus maestros y directores, quienes alarmados llamaban en vano a aquel chiquillero extasiado y que alegremente chapoteaba entre los charcos.
Ni qué decir de los chorros de agua que caen en las esquinas de las casas o locales comerciales. Pararse debajo de ellos es una experiencia inolvidable para un niño. Cuanto más fuerte e intenso el aguacero, más fuerte el chorro, que se pelean entre varios turnándose para su disfrute.
¿Quién dijo que los grandes placeres de la vida han de ser costosos? Muchas cosas se compran y desaparecen sin dejar huellas, otras, en cambio, no se adquieren en ningún sitio y se recuerdan para siempre, como desde la infancia se recuerdan...los aguaceros de Soná.